La batalla en el CAE contra el Covid-19, para salvar vidas (II)
Prosa Aprisa/Por Arturo Reyes Isidoro.
Comentaba ayer que, en el octavo día de mi internamiento, cuando una joven médica me anunció por la mañana que me iría a mi casa más tarde, al ver mi reacción de grata sorpresa me preguntó, ¿o qué, ya no se quiere ir? Pues como que ya me está gustando estar aquí, le respondí con la más ligera sonrisa que las fuerzas me permitían.
Trataba de tomar las cosas por su lado positivo. Estaba acostado, puntualmente me llevaban mis alimentos al pie de la cama, no tenía que ir al baño para hacer mis necesidades fisiológicas porque hasta la cama me llevaban el bote para orinar o el “cómodo” para defecar, ¡me bañaban acostado en la cama!, periódicamente cambiaban la ropa de la cama sin necesidad de que me parara (ya tienen una gran habilidad para hacerlo y en unos cuantos minutos), una enfermera incluso me ponía crema en mi rostro, en mi cuerpo, podía leer porque me permitían encender una lámpara a la hora que quisiera, me alzaban la cabecera de la cama para que estuviera más cómodo y pudiera hacerlo, estaba en forma permanente bajo clima artificial (cuando me dio frío me resolvieron el problema rápido con cobijas), repetidamente me decían que si necesitaba algo que les dijera, me preguntaban periódicamente si sentía algún dolor. ¿Podía pedir algo más?
Para mis adentros me preguntaba cuánto me hubiera costado todo ese servicio en un hospital privado que, además, no hubiera podido pagar. Es cierto, no estaba en sala de “distinción” ni en área privada, pero me sentía a gusto ver movimiento, que la vida seguía con el tráfago de médicos y médicas, enfermeras, enfermeros, camilleros, personal de aseo. Me congratulaba saber que estábamos internados personas de las más diversas condiciones sociales y económicas, varias que no tenían servicio en el IMSS o en el ISSSTE, es decir, población abierta. Ahí reconocía el beneficio del sistema de salud pública y cómo ahí sí se usa bien el dinero del erario.
Si he de ser sincero, diría que hasta me chiquiaron. Al menos eso pensaba, pero me daba cuenta que el mismo trato se lo daban a todos. Y eso me gustó y me llamó la atención. Nada hay tan parejo, que borra la desigualdad, como una enfermedad. En las camas de enfermos nadie es más nadie es menos, solo somos diferentes, y el mismo trato recibíamos todos. Adentro me preguntaba si las autoridades de salud valoran en todo lo que cabe el trabajo del personal que atiende a los enfermos de Covid-19 en el CAE.
Algunos pacientes estaban más afectados que otros y a esos, lógicamente, les dedicaban mayor atención. Pero nunca advertí que alguna enfermera, que algún enfermero, que algún camillero, que algún médico expresara alguna molestia porque al de la cama X hubiera necesidad de cambiarle de ropa casi en forma constante. Veía al personal pasar, ir y venir con ropa sucia, con ropa limpia, pero con la mejor disposición. En las noches, ni pensar que fueran a echar un pestañazo. No tienen tiempo para ello, no les da tiempo.
Lamento mucho que, porque todas, todos, andan cubiertos de pie a cabeza, solo pude verles los ojos a través de su equipo especial para protegerse, de tal modo que si algún día los veo en la calle no podría agradecerles porque no los reconocería. Espero que ellos sí me reconozcan y me saluden.
Me devolvían a la realidad los cables, los electrodos que tenía pegados en el pecho para seguir mi ritmo cardiaco, la cánula nasal (pequeños tubos de plástico) que tenía colocada en mis fosas nasales para recibir oxígeno (solo un día me colocaron una máscara facial, supuse que porque me estaba bajando la saturación en mis pulmones), la aguja con aletas que remataba un delgado tubo de plástico, que tenía insertada en lo más profundo de mis venas para suministrarme suero intravenoso e inyectarme por ahí medicamentos.
La vacuna ayudó a salvarme
Sobreviviente del Covid-19, estoy totalmente convencido que haberme vacunado –el 14 de marzo y el 22 de abril había recibido mis dos vacunas de Pfizer– me salvó la vida. Creyente de Dios, a él atribuyo el milagro y luego a mis vacunas, aunque también a la asistencia médica que tuve. Pero la vacuna, no me cabe ninguna duda, fue clave para que no la pasara tan mal.
Soy vivo ejemplo, sin embargo, de que la vacuna no inmuniza como para que no pueda uno ser contagiado. Por eso siempre estaré dispuesto a que me vuelvan a vacunar si es necesario para reforzar la protección.
Me quedaron grabados unos agudos sonidos que se escuchan las 24 horas en el área de atención en el Centro de Alta Especialidad (CAE) “Dr. Rafael Lucio”. Pensé que eran para mantener siempre en alerta al personal. Alguien me dijo que eran la señal de que estaba fluyendo el oxígeno.
En busca del tiempo perdido, donde el tiempo no cuenta
Por instinto, dispuesto a mi internamiento como paciente con Covid-19 en el Centro de Alta Especialidad (CAE) “Dr. Rafael Lucio”, al salir de mi casa tomé de volada el primer tomo de En busca del tiempo perdido, 1. Por el camino de Swann, de Marcel Proust (Biblioteca Proust, Alianza Editorial).
Me dije que tendría tiempo para releer, con detenimiento, ese tomo, lo que me serviría para tomar impulso y leer los seis restantes libros más (al llegar se me advirtió que lo que entraba al área restringida no salía, entendí que, para evitar la fuga de algún virus, comprensible totalmente. Por el aprecio que les tengo a mis libros, decidí no introducirlo, pero uno de mis hijos me dijo que no me preocupara, que luego lo conseguiríamos, así como los seis restantes. Releí el tomo completo).
Qué cosas. El propósito de Proust es preservar de la desaparición y el olvido las experiencias y recuerdos del pasado, aniquilados por el tiempo, pero conservados en el fondo de su memoria inconsciente. Ya adentro, me dije que era contradictorio el título, En busca del tiempo perdido, buscarlo de mi parte como lector, en un lugar donde el tiempo no cuenta.
Porque algo que me sorprendió fue ver que es tan dura y constante la batalla que se da adentro para tratar de salvar vidas que a nadie del personal que atiende a los enfermos le preocupa ni le interesa la hora que sea, además porque no tienen tiempo para pensar en otra cosa que no sea atender y sacar adelante a los pacientes.
Consciente como estuve siempre en mi cama de enfermo, creo que era el único que siempre les preguntaba si tenían idea de qué hora era, aunque tenía una vaga idea por la llegada del desayuno, de la comida y de la cena, pero resultó que los horarios del hospital son distintos a los de uno. Porque me fui dando cuenta que a las ocho o pasadas las ocho de la mañana llegaba el desayuno, en forma puntual, la comida estaba al pie de la cama a la una treinta de la tarde y la cena a las seis y media de la tarde.
Aprendí también a calcular la hora por el relevo de las guardias de las enfermeras y los enfermeros, así como de los camilleros: a las ocho de la mañana, a las dos de la tarde, a las ocho de la noche y a las dos de la mañana.
Pero advertí que la hora solo me interesaba a mí, que estaba de ocioso. Adentro no hay reloj alguno ni nadie introduce algún teléfono celular, pero les tiene sin cuidado qué hora es. Las 24 horas es una movilidad incesante y es tanta la entrega a su trabajo que solo les interesa estar checando el estado del paciente, o las condiciones en que está en su cama (casi inmóvil, trataba de moverme, acostado, a un lado o a otro, y ellos se daban cuenta, siempre se daban cuenta que ya había deshecho “mi cama”. Llegaban entonces y me decían que me la iban a ordenar, lo que hacían enseguida. Hasta eso).
Son una bendición de Dios.